EL AMO AFORTUNADO: Las aventuras del sujeto que, gracias a su perro, conoció los cinco continentes.
Capítulo 1: Génesis de la historia.
Capítulo 1: Génesis de la historia.
Todavía
recuerdo claramente aquel 8 de diciembre de 1999 en el que un encadenamiento de
hechos fortuitos aconteció en mí compulsiva y maníaco-depresiva existencia.
Era un día miércoles y estábamos en la estación de primavera en el hemisferio austral. Aprovechando que era día feriado mí simpático perro y yo salimos de casa montados en un automóvil con dirección a la ribera del mar cuando recién comenzaba a amanecer porque acostumbraba levantarme temprano todos los días creyendo incondicionalmente en la frase que dice: “A quien madruga Dios le ayuda.”
Eran las 04:39 horas cuando llegamos a la playa Máncora, localizada en la costa norte del océano Pacífico peruano. Mientras descargaba del vehículo las cosas que había llevado para disfrutar de un día de playa en el oriente el sol comenzaba a ascender sobre el horizonte sensible emitiendo sus resplandecientes rayos que deslumbraban a las palmeras. Luego que terminé de bajar los objetos recreativos que estaban asegurados en las barras cilíndricas del techo del automóvil me empleé en unir las piezas metálicas del armazón de la tienda de campaña sobre la cual extendería un lienzo de cáñamo. Una vez que terminé de construir la tienda de cuatro metros de largo, tres de ancho y casi dos de alto acomodé en su interior la mesa, las sillas, la hamaca, los comestibles, las bebidas, los servicios de mesa y la cesta de juncos para la basura, además de los frisbees y la tabla de surf. Después, y no sin antes haberme quitado la camisa, las alpargatas y el pantalón a fin de vestirme con una camiseta sin mangas, unos shorts y unas zapatillas, me puse a realizar algunos ejercicios gimnásticos que de lunes a viernes, con mucha religiosidad, practicaba en el desván de mí casa antes de ir al encumbrado edificio de oficinas en el cual, en una de esas, trabajaba. Mientras hacía la gimnasia sueca, disfrutando de una sensación placentera que me producía los vientos alisios, Misti, que así se llamaba mi perro, se bamboleaba muy contento echado sobre las brillantes arenas blancas.
Era un día miércoles y estábamos en la estación de primavera en el hemisferio austral. Aprovechando que era día feriado mí simpático perro y yo salimos de casa montados en un automóvil con dirección a la ribera del mar cuando recién comenzaba a amanecer porque acostumbraba levantarme temprano todos los días creyendo incondicionalmente en la frase que dice: “A quien madruga Dios le ayuda.”
Eran las 04:39 horas cuando llegamos a la playa Máncora, localizada en la costa norte del océano Pacífico peruano. Mientras descargaba del vehículo las cosas que había llevado para disfrutar de un día de playa en el oriente el sol comenzaba a ascender sobre el horizonte sensible emitiendo sus resplandecientes rayos que deslumbraban a las palmeras. Luego que terminé de bajar los objetos recreativos que estaban asegurados en las barras cilíndricas del techo del automóvil me empleé en unir las piezas metálicas del armazón de la tienda de campaña sobre la cual extendería un lienzo de cáñamo. Una vez que terminé de construir la tienda de cuatro metros de largo, tres de ancho y casi dos de alto acomodé en su interior la mesa, las sillas, la hamaca, los comestibles, las bebidas, los servicios de mesa y la cesta de juncos para la basura, además de los frisbees y la tabla de surf. Después, y no sin antes haberme quitado la camisa, las alpargatas y el pantalón a fin de vestirme con una camiseta sin mangas, unos shorts y unas zapatillas, me puse a realizar algunos ejercicios gimnásticos que de lunes a viernes, con mucha religiosidad, practicaba en el desván de mí casa antes de ir al encumbrado edificio de oficinas en el cual, en una de esas, trabajaba. Mientras hacía la gimnasia sueca, disfrutando de una sensación placentera que me producía los vientos alisios, Misti, que así se llamaba mi perro, se bamboleaba muy contento echado sobre las brillantes arenas blancas.
Misti tenía exactamente veintisiete meses de edad,
era descendiente de un pastor belga Malinois y de una pastora Kelpie
australiana por eso lo había llamado Misti que significa Mestizo en lengua de
los incas.
Una vez que terminé de ejercitar mis músculos,
después que lo había hecho durante setenta y ocho minutos, tomé un descanso de
catorce en el cual recobré las fuerzas. Luego, tras desperezarme y antes de que
ingiriéramos los primeros alimentos del día, empezamos a correr a toda prisa
por la orilla, hacia al punto del horizonte geográfico norte. Mientras
corríamos desenfrenadamente nos encontramos con varios sujetos con sus perros
que estaban haciendo lo mismo que nosotros, solo que ellos iban y venían
trotando. Cuando habíamos corrido apróximadamente un kilómetro nos detuvimos
porque me encontraba exhausto, aunque Misti no parecía estarlo aún. Había
corrido con tanto entusiasmo que mientras lo hacia no reparé en que nos
estábamos alejando demasiado de nuestra tienda. Luego de permanecer por un
instante en cuclillas me puse de pie y de inmediato emprendimos la marcha hacia
el punto de partida. A consecuencia de la fatiga muscular iba a paso lento y
con la cabeza inclinada. Cuando habíamos caminado más o menos cien metros pude
ver con el rabillo del ojo derecho como Misti, que caminaba a mí lado, se
detuvo repentinamente. De pronto, mientras avistaba inmóvil el océano, emitió
tres ladridos con los que me extrajo definitivamente de la mirada fija que
tenía en la arena y a continuación empezó a correr a gran velocidad sin perder
de vista su objetivo tal como los galgos tras la liebre. Después que había corrido
no menos de cincuenta metros se lanzó a las aguas con impresionante elasticidad manteniéndose en el aire unos
segundos antes de acuatizar. Luego, tras bracear con mucho ímpetu hacia una ola
que recién había reventado, se abalanzó sobre algo que pude columbrar parecía
ser una gaviota intentando emerger. Poco después, cuando Misti salió del mar,
se sacudió desprendiéndose de las moléculas de agua que impregnaban su hermoso
pelaje. Luego empezó a caminar muy pimpante hacia mí que me había quedado
petrificado observando el incidente. En cuanto llegó dejó caer a mis pies lo
que traía en la boca.
—¡Muy
bien Misti, has logrado extraer un desecho del océano! Seguramente algún
citadino inconsciente lo arrojó hacía él para contaminarlo. ¡Tuviste mucha
perspicacia para haberlo visto, Misti! ¡Y fue sensacional la forma como te
batiste contra aquella ola! ¡Eres un héroe!
Cuando
recogí el objeto, que estaba envuelto en una funda de lana impermeable de color
blanco atado con un nudo gordiano, percibí que se trataba de una botella de
vidrio grueso.
—Bien, Misti. En la tarde, cuando estemos camino a casa, llevaremos esta
botella al lugar donde las reciclan.
Luego
de la contingencia proseguimos con la caminata hacia nuestra tienda de campaña
que todavía se hallaba muy distante de la zona en la que nos encontrábamos. Una
vez que llegamos fui directamente a depositar la botella en la cesta de la
basura que había instalado en la parte posterior de la tienda. En el mismo
instante en que la ponía a un costado de la basura no sé por qué tuve la
superflua curiosidad de desenfundarla porque yo, precisamente, no era un sujeto
indiscreto. Tras cortar el nudo gordiano con el cuchillo del pan me apresuré a quitarle
la funda y entonces advertí que la pequeña y corpulenta botella de Scotch Whisky Aged 21 Years, según se leía en la etiqueta, se
encontraba herméticamente tapada. Esto me llamó la atención por cuanto la
botella estaba vacía. Entonces pensé: “Debe haber una buena razón para que la
botella esté perfectamente encorchada.” Un momento después comencé a agitarla,
tal como si lo estuviera haciendo con un frasco de medicamento líquido antes de
usarlo. Cuando realicé ese movimiento escuché un ruido apenas perceptible
proveniente del interior de la botella fosca. Esto originó que inmediatamente deseara
saber qué era lo que producía dicho ruido. Como no tenía un sacacorchos a la
mano decidí romperla. Después que lo había hecho, estrellándola contra una masa
pétrea, encontré una hoja de papel que estaba enrollada muy finamente y atada
por el centro con una cinta de raso de color rosa. Tras levantarla del suelo la
desaté y luego comencé a desenrrollarla muy delicadamente. Mientras lo hacía
miraba asombrado como la pequeña hoja de cuaderno contenía un manuscrito en
idioma inglés. En cuanto terminé de desenrrollarla leí estupefacto que decía
literalmente lo siguiente:
“Quizás en alguna playa del mundo logre ser hallado
este folio en el interior de la botella. Si así ocurriera, quien lo encuentre
ha de ser una persona providencialmente asignada para ello. No es mi deseo que
adopte una postura incrédula por lo que manifiesta este mensaje, pero sí que
solicite uno. POR MÀS EXCEPCIONAL QUE SEA EL DESEO SERÀ COMPLACIDO.
Subscribe: Edward William Gallagher.
Post data: escriba a la dirección que se encuentra
en el respaldo y su deseo se hará, indefectiblemente, realidad.”
Cuando terminé de leer
el mensaje, como es comprensible, estaba sumamente emocionado; tanto así que mí exultante estado de ánimo se lo había contagiado a Misti porque mientras le
daba a entender que lo que había encontrado no era un desecho, sino el
continente de un mensaje maravilloso, meneaba la cola como nunca antes lo había
visto hacer. Inmediatamente después, mientras retozábamos, recordé al profesor
canadiense Andrew S. Lockwood quien, con mucha paciencia, me había enseñado el idioma
inglés.
Yo nunca antes, como ese día, había sentido igual
felicidad por el hecho de haber estudiado, además de jurisprudencia, siete
lenguas indoeuropeas: alemán, francés, inglés, italiano, polaco, portugués y
ruso.
Posteriormente, cuando leí en el respaldo que en
letras pequeñas decía: “1714 Boulevard Street, Sydney, Australia” no lo podía
creer. Entonces, admirado por eso, me puse a pensar: “Es asombroso que la
botella se haya desplazado desde tan lejos a través de la superficie del océano
que concentra la masa de agua más extensa del planeta y quien sabe por cuántos
días, semanas, meses, o quizás años, para después haber llegado aquí, a la
playa Máncora, a ciento ochenta y siete kilómetros de la ciudad de Piura, al
noroeste del país. Ciertamente he sido muy afortunado porque las corrientes
marinas pudieron también haberla llevado a cualquier otra playa que bañan las
costas del Pacífico.”
Después de la súbita emoción que había
experimentado al leer un mensaje conteniendo semejante oferta me puse a ordenar
los alimentos matutinos para enseguida desayunar, aunque involuntariamente lo
íbamos a hacer tarde puesto que ya eran las 08:49 horas. Una vez que había puesto
la vajilla sobre la mesa plegable, el jarro de cristal con zumo de naranjas y
la cesta de mimbres donde había cuatro plátanos, tres manzanas Fuji, dos
lúcumas de seda, una chirimoya, un cuarto de kilo de fresas y un racimo de uvas
blancas, nos sentamos a efectos de paladear nuestros correspondientes
alimentos. Como lo hacía cotidianamente a Misti le había servido, en su plato
sopero, una gran cantidad de trozos de salmón canadiense que era lo que más le
gustaba porque a él los otros productos cárnicos le sabían poco agradables, y en su plato
secundario, que se diferenciaba del primero porque era menos grande, una
nutritiva combinación de cereales peruanos sobre los que le había vertido medio
litro de leche descremada. Mientras que yo me había servido, en un plato de
porcelana, los mismos cereales y, en un vaso cilíndrico de vidrio grueso, bebida
láctea homogeneizada.
Misti, según su costumbre, había comenzado ingiriendo
las partículas de salmón; solo después que había dejado su plato principal vacío
continuaba con lo que contenía su plato menor. Mientras que yo había empezado
comiendo los cereales farináceos con el líquido lácteo, luego había continuado
con las frutas y por último había bebido el zumo de naranjas.
Después, mientras lo ingerido se quimificaba, le
relaté a Misti un cuento infantil, que era algo que hacía interdiariamente para
su satisfacción. En esta oportunidad le narré la versión china del cuento de
hadas intitulado: “Cenicienta” Mientras interpretaba a los personajes de la
obra, modificando la voz según el rol de cada uno de ellos, Misti, sentado sobre
la arena, escuchaba con atención el relato. Cuando interpretaba a la perversa
madrastra, que de manera déspota y con tono arrogante le daba órdenes a la
hermosa y tierna huérfana Cenicienta, Misti gruñía mostrando los colmillos como
repudiando su actitud.
Posteriormente, y no sin antes haberme embadurnado
de pies a cabeza con bloqueador solar a fin de proteger mí piel de la radiación
ultravioleta, dejamos la tienda y a continuación nos pusimos a jugar con el
frisbee. En este entretenimiento Misti brincaba, con una agilidad simiesca,
para interceptar con la boca el disco volador de diecisiete centímetros de
diámetro, tres de grosor y cien gramos de peso que yo, con una prudencial fuerza
de propulsión, hacía girar sobre sí mismo. Cuando lo interceptaba me lo traía
de vuelta, de modo que el juego terminaba en el preciso instante que el último
de los once discos que tenía para lanzarle descendía sobre los granos de arena. Aunque en esta oportunidad no
logramos superar nuestro récord de setenta y cuatro minutos, que lo habíamos
conseguido jugando sobre césped, sin embargo, estuvimos cerca de igualarlo
porque tuvieron que pasar setenta y tres minutos para que el undécimo disco
planeara sobre las partículas minerales. Después que habíamos jugado tantos
minutos bajo el tórrido clima ecuatorial, que según el termómetro atmosférico
de la playa Màncora registraba 102.2°F (39ºC), ciertamente estábamos sedientos.
Ni bien junté los frisbees, que estaban desparramados en un radio de
apróximadamente treinta metros, entramos a nuestra tienda de campaña a fin de
entregarnos a la bebida. Mientras Misti, completamente fatigado, bebía
ansiosamente el contenido de una botella de agua mineral de dos litros que
había vertido en su abrevadero figulino, yo bebía un vaso tras otro que llenaba
de una botella de un litro. Después que Misti había saciado su sed se echó a
descansar a la sombra del umbral. Mientras yacía, con las extremidades
anteriores hacia adelante y las posteriores hacia atrás, miraba ensimismado la
formación y rompimientos cíclicos de las olas. Estaba tan exhausto que
respiraba por la boca muy aceleradamente y con la lengua afuera. Mientras
recobraba sus fuerzas aproveché para entrar al mar a fin de practicar natación
estilo crol que era mí especialidad.
Cuando abandoné las frescas y azules aguas del
océano Pacífico, después que había permanecido alrededor de treinta minutos,
encontré a Misti en la orilla frente a nuestra tienda ocupado excavando con
rapidez antes de que llegara una ola y cubriera el hoyo que había hecho, pero
como era listo y juguetón esperaba la resaca para hacer otro. Mientras veía
atentamente lo que hacía pensé: “Podríamos construir un túnel; sí, uno que sea
lo suficiente como para que ambos podamos atravesar a gatas por él.” Unos minutos después comenzamos a ejecutar la
idea. Entre tanto Misti excavaba con las extremidades anteriores en el lugar
que le indiqué yo, a ocho pasos, lo hacía con una pequeña azada que me habían
prestado unos simpáticos niños que acababan de hacer una estatua de arena de
Bart Simpson y otra de Krusty el Payaso. A pesar que Misti no había hecho su
trabajo del todo bien, debido a que lo hizo con gran entusiasmo y muy precipitadamente,
aun así conseguimos unir lo que habíamos excavado durante alrededor de cuarenta
minutos. Después que le había dado unos retoques a la obra de Misti,
finalmente, el paso subterráneo, aunque un poco torcido, estaba terminado. Tras
devolver la azada a los niños de la tienda de campaña vecina ingresamos a la
nuestra a fin de tomar los alimentos del mediodía. Así como habíamos desayunado
tarde también curiosamente lo íbamos a hacer con el almuerzo porque estábamos
al borde de las 14:00 horas. El pantagruélico almuerzo que le había servido a
Misti estaba compuesto de 59% de carbohidratos, 30% de grasas y 11% de
proteínas, mientras que el mío de 69% de carbohidratos, 17% de grasas y 14% de
proteínas. Mientras masticaba y deglutía los alimentos escuchaba con atención
el sonido relajante de las olas y los graznidos de las gaviotas que
sobrevolaban por el litoral norteño. Y la brisa marina que me daba en el rostro
hacía que cada cierto momento inspirara muy profunda y placenteramente. Luego
que terminamos de comer, hasta haber quedado satisfechos, subí a la hamaca que
había instalado en el umbral de la tienda. Poco después, mientras yacía en la
red viendo fijamente a Misti que se entretenía siguiendo a las aguas que
llegaban a la orilla, recordé el hecho fortuito que había sucedido en horas de
la mañana cuando encontré un mensaje dentro de una botella de whisky. Entonces
me puse a reflexionar al respecto:
“A ver, quién puede permitirse escribir un mensaje
tan desprendidamente… ¿un multimillonario? ¡Eso es, un multimillonario
munífico! ¡Claro, para deshacerse de un poco de sus millones satisfaciendo el
deseo de un congénere de algún lugar del mundo!”
Seguidamente, impulsado por la conclusión a la que
había llegado, me puse a pensar, musitando, sobre qué deseo pedir:
“A ver, pediré que deseo tener… ¡una casa suntuosa!
¡Sí, una que tenga un vergel edénico y un gran jardín sembrado de césped para
jugar ahí con Misti! Y que el inmueble tenga, además de habitaciones de uso
común, una particularmente grande en la que pueda acomodar dignamente la gran
cantidad de obras literarias que poseo de autores de alrededor del mundo. ¡Ah, y que tenga una piscina!
¡Wow, vivir en una casa así sería maravilloso!”
Sin embargo, inexplicablemente, después que había
pensado de esa manera, aduje:
“Pero mejor no. Ya tengo una; aunque es pequeña, pero
acogedora, ¡jamás la dejaré!”
Y enseguida continuaba pensando:
“Entonces, pediré que deseo tener… ¡un auto deportivo!”
Aunque no tenía uno propio contaba con el que la
compañía multinacional francesa para la que desarrollaba mi oficio de
jurisconsulto me proporcionaba para que me transportara en él aun los días no laborables.
He aquí que tras esa pretensión, finalmente, reaccioné frente a los
pensamientos materialistas motivando que me reprochára por la equivocada desiderata:
“¿Una casa? ¿Un auto? ¡Pero si nunca fui
materialista no puedo serlo ahora que justo tengo la oportunidad de probarme
que realmente no lo soy! Dejaré la actitud materialista y pensaré de manera
idealista para de esta manera pedir un deseo que me sea verdaderamente
gratificante.”
Poco después, cuando estaba pensando que actividad
mundana podría llenarme de satisfacción, recordé lo que decía el mensaje en
letras mayúsculas: “POR MÀS EXCEPCIONAL QUE SEA EL DESEO SERÀ COMPLACIDO” Eso
originó que al instante exclamara alborozado:
“¡Por los cuernitos de las jirafas, qué maravillosa
idea! ¡Como estoy a pocas semanas de mis vacaciones pediré que deséo
excursionar por el continente americano, europeo, asiático y todavía el
africano, y desde luego el oceánico!”
Después de la siesta, cuando el sol comenzaba a
descender en el oeste, nuevamente ingresé al mar, pero esta vez llevando mi
tabla de surf debajo de un brazo y a Misti debajo del otro. Eso lo hacía con el
fin de que Misti consiguiera lo que hasta ahora no había podido: mantenerse
sobre la tabla hawaiana mientras estuviéramos atravesando el extenso tubo
hídrico que formaban las olas en la zona previa a la rotura de las mismas.
Estaba obsesionado en lograr que
ambos atravesáramos el sensacional paso
subacuático que formaban las olas de esta playa. Luego que realizamos dieciocho
intentos, en solo uno de los cuales estuvimos cerca de lograrlo, desistí del
propósito a efectos de que Misti se divirtiera surfeando en aguas menos
inhóspitas donde era su fuerte. En cuanto lo dejaba libre sobre la cresta de
una ola que recién había reventado Misti, como siempre, demostraba suficiencia
y destreza para mantenerse en equilibrio hasta que la arena detenía la tabla.
Si en el momento en que el vehículo fusiforme encallaba Misti no descendía
significaba que deseaba continuar surfeando. Después que había atracado por
vigésima séptima vez, finalmente, se animó a desembarcar y a continuación
meneaba la cola muy vivazmente exteriorizando de esta forma su satisfacción
porque sabía que había surfeado de manera excelente, esto es, sin haber ido a
parar a las aguas ni una sola vez. Unos minutos después, cuando el sol parecía estar introduciéndose en el
océano, comencé a desmontar las piezas de nuestra tienda de campaña para volvernos
a casa. El maravilloso día de playa que había pasado junto a mi perro Misti
había terminado. Antes de abandonar la playa Máncora veíamos como el túnel que
habíamos excavado al mediodía se llenaba poco a poco con las aguas de las olas
que, influenciadas por las fuerzas de atracción combinadas del sol y la luna,
llegaban cada vez más hacia la orilla.
Durante el trayecto a casa, mientras conducía el
automóvil completamente relajado y Misti dormía plácidamente como un bebé
acurrucado en el asiento posterior, iba pensando en el mensaje que había
encontrado dentro de la botella que Misti había advertido y posteriormente
rescatado de las aguas en el momento en que una resaca se la llevaba de nuevo
al océano. Cuando llegamos a casa, como era previsible, lo primero que hice fue
escribir, en mí vetusta y obsoleta máquina, una carta al destinatario Edward
William Gallagher en la que daba a conocer muy minuciosamente y con lujos de
detalle cómo, en qué playa, de qué país, en qué circunstancias, alrededor de qué
hora, de qué día, mes y año había sido hallada la botella y posteriormente el
mensaje. Y en la parte final expresaba cual era mí deseo. Tan pronto como
terminé de mecanografiar la carta la introduje en un sobre y luego la sellé con
goma arábiga, inmediatamente después me dirigí a paso ligero hacia una oficina
de correos que se encontraba a unas pocas cuadras de mí casa. Una vez ahí le
manifesté al dependiente que por favor mí carta fuera enviada cuanto antes a
Australia. Tras salir de la estafeta regresaba a casa pensando en qué instante
mí epístola sería llevada hasta ese lejano país oceánico. En un momento
determinado del trayecto, teniendo las manos juntadas y los dedos
entrecruzados, miré el cielo estrellado y supliqué al todopoderoso para que mí carta obtuviera una respuesta satisfactoria porque si bien es cierto que el
mensaje era verosímil, sin embargo, quizás solo era un trasfondo. Por esto, con
cierta razón, temía haber sido burlado por un truhán presuntuoso y procaz
resultante de la distorsión social que afecta a las naciones.
Cuando habían pasado
cuarenta y dos horas, exactamente en el momento en que me retiraba de la
oficina del piso sesenta y nueve en la que trabajaba, después que había tenido
una jornada particularmente estresante, la secretaria llamada Laureana me
abordó en la puerta del elevador y luego me entregó una carta. Y era,
afortunadamente, la que estaba esperando aunque, a decir verdad, jamás imaginé
que la respuesta sería inmediata. Ya una vez en casa abrí el sobre y, con
cierta ansiedad, comencé a leer la extensa misiva. Inmediatamente después volví
a hacerlo una y otra vez porque no podía creer que quien había escrito el
mensaje era una persona realmente opulenta. La epístola manifestaba
literalmente lo siguiente:
“Saludos vecino terrestre
de la costa occidental del Pacífico de las Américas. Me causó mucha alegría,
aunque no menos sorpresa, recibir su carta en la que me comunica de los
pormenores del hallazgo de la botella y posteriormente del folio donde escribí
un mensaje hace exactamente once meses cuando mí esposa y yo vacacionábamos en
la paradisíaca Isla Hayman situada en el Mar del Coral, en la costa central del
Estado de Queensland, al noreste de Australia. Luego, tras haberlo arrollado y
atado con la cinta de raso del sombrero de fieltro de mí esposa, lo introduje
en una botella, después lo encorché, enfundé y, finalmente, lo aseguré con un
nudo gordiano. Posteriormente, cuando abandonábamos la isla lo lancé al océano
Pacífico por el babor de mí embarcación de recreo estival.
Felicito a su perro
Misti porque fue él quien, cual cánido sagaz, advirtió la botella y luego la
rescató posibilitando que después hallara el mensaje. Como premio a la hazaña
realizada por el “Sabueso del océano Pacífico” le proporcionaré, de manera vitalicia,
una gran caja conteniendo su alimento favorito (espero pronto saber cuál es),
para enviárselo todos los fines de mes mediante un avión de transportes de
mercancías. Le extiendo la felicitación únicamente porque es el amo circunstancial de
un perruno paradigmático.
El deseo que pide ha
motivado que vuelva a mí el espíritu de aventura, ése que me llevó a conocer el
continente americano, europeo y asiático cuando era joven. Por aquel entonces
hice turismo por varios países de cada uno de estos continentes. Lo bueno es
que ahora los viajes ya no serán complicados y tediosos como lo fueron entonces
porque lo haremos en la comodidad de mí avión privado. Debe saber que soy
propietario de una cadena de hoteles establecido en cuatro continentes. Le
aviso que le enviaré el billete de avión tres días antes de que salga de
vacaciones para que se traslade hasta aquí porque desde esta ciudad
comenzaremos la excursión a través de los cinco continentes tal como es su
deseo.
Sin más que expresar
me despido con la expectativa de conocer a un vecino terrícola probo con el que
conviviré durante veintiocho días en el transcurso de los cuales visitaremos
catorce países de alrededor del mundo.
Ed. W. Gallagher.”
Cuando habían pasado
veintitrés días, exactamente el mismo día que salí de vacaciones, me dirigí,
con una maleta con asa extraíble, al aeropuerto internacional Jorge Chávez de
la ciudad de Lima, Perú. Luego de permanecer diecisiete minutos en la sala de
embarque abordé el avión de la compañía de aviación comercial intercontinental
que veintidós minutos después partió con destino a Australia.
¿Y el perro? Quizás pregunte
alguien. Mi morigerada y cariñosa mascota, que valía un Perú, se había quedado
en casa con una enfermera veterinaria a la que había contratado expresamente
para que estuviera con él durante mi ausencia y se encargara de cuidarlo,
asearlo y alimentarlo. Asimismo para que los sábados y domingos, en horas de la
mañana, lo llevara a pasear al parque del vecindario y en horas de la tarde lo
condujera a paso ligero hacia el gran parque urbano de la ciudad para que ahí
se entretuviera con el frisbee y la pelota de fútbol americano que eran los
objetos con los que disfrutaba jugar, porque todo eso era lo que yo hacía cuando
estaba con él.
Capítulo 2: El arribo a la ciudad de Sydney, Australia.
Cuando eran las 16:43 horas del
primer día, del primer mes, del primer año del siglo XXI en el calendario
gregoriano y después de catorce horas de tenso vuelo, de las cuales las
primeras tres la pasé dormitando y las restantes once desvelado, el avión
aterrizó en el Aeropuerto Internacional Kingsford Smith. Luego que abandoné el
aeródromo abordé un taxi que me conducía al número 1714 de la Calle Boulevard.
Mientras el taxista quien dijo llamarse Matthew hacía su trabajo, y no sin
antes preguntar por mi nombre y de dónde venía, me habló de diversos temas
comenzando por uno...